De letras y virus


En los últimos días los muros de la casa de repente se volvieron más altos,  el sofá ya no es tan cómodo  y las recetas de cocina perdieron su sabor. Es el efecto de la cuarentena me dice mi cabeza,  pero mi corazón no se conforma con los abrazos congelados y las miradas  desconfiadas de los pocos que nos encontramos en el supermercado.  De todos los rincones llueve información, ruedan cifras y cifras sin rostro, no sabemos a quien llorar o a quien consolar. Que se tomen una aspirina y se queden en casa, dicen los ancianos pensando que no es justo tanto revuelo por una simple gripa. Las calles parecen más largas o más anchas, hay silencio, talvez detrás de las cortinas alguien se esconde esperando que el panorama cambie. Suena una sirena de ambulancia. ¿Será un contagiado? Las redes hablan,  especulan, inventan.  Dos pensionados se encuentran en la calle, se saludan, comentan, ¿hablan del virus? Yo les grito desde mi bicicleta, vayan a casa.  La semana pasó y las cifras no se detienen. ¿Y ahora? Quiero saltar de las pantuflas a los zapatos de primavera, quiero caminar con el sol pegándome en la cara, ver el mar, tomar un café en la plaza. “Todo irá bien” dicen los letreros en las vitrinas,  hay lágrimas evaporadas, la televisión me golpea la cabeza, me empuja hacia la soledad de las calles en la ciudad eterna, hacia las góndolas meciéndose al son de la brisa sin rumbo.  La gente canta por la ventana, en el balcón, hay olas de solidaridad, hay quien está solo, hay quien necesita un abrazo y yo no se lo puedo dar. ¡No hoy!

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