El ángel de la luna
La luna brillaba esplendorosa
en aquella noche invernal. Los dos se miraron, preguntándose qué hacer ante el
panorama que se les presentaba. Frente a ellos, en una banca que miraba hacia
el mar, reposaba una minúscula cesta de la cual escapaba el llanto desesperado
de un bebé. Ambos, con el respiro afanoso debido al movimiento deportivo en el
que estaban inmersos, cuidadosamente descubrieron el cesto y se encontraron con
una indefensa creatura que imploraba ayuda en su lenguaje de neonato.
Sin pensarlo dos veces, Carla
tomó el pequeño cuerpecito y lo estrechó contra el suyo mientras unas lágrimas escapaban
de su mirada aterrada. Carlos registró
el interior de la cesta y no encontró más que cuatro escuálidas letras
expresando pena y pesar.
De inmediato corrieron en
busca de calor y alimento bajo la luminosa luna que sirvió de faro para la
complicidad de los salvadores. El milagro estaba tomando forma. Isabel, la
hermana de Carla, que había parido un par de meses atrás, tenía en sus pechos el
remedio para salvar de momento al bebé. Así fue. El pequeño se aferró al seno
atragantándose de la ansiedad, mientras cruzaba cualquier mirada con su benevolente
proveedora. El paso siguiente fue un baño y vestidos limpios. El bebé se
sumergió en el mundo de los sueños dejando una decena de interrogantes en la
familia.
- - Debemos
llamar a la policía, dijo Carlos.
- - ¡Absolutamente
no!, respondió Carla alterada y nerviosa. ¡El bebé se queda con nosotros!
El amanecer se vistió de
sol y hielo. Carla, que no logró ni un minuto de sueño y evitó a toda costa
desprenderse del pequeño, inventó una excusa para faltar al trabajo y meterse
de lleno en el papel de mamá. Se aperó de biberones, vestidos y accesorios. Buscó nombres con sus significados. Se afidó a
los arcanos para salvaguardar el futuro.
Buscó proyectar el rostro del recién nacido para conocer de inmediato su figura
adolescente y adulta. El estado de
agitación de Carla era evidente. Estaba próxima a cumplir cincuenta años y de
todos los métodos de fertilidad, ninguno funcionó. Quería convencerse que este
sería el regalo del cielo que estaba esperando.
Un par de semanas pasaron.
Los muros de la casa trataban de conservar en silencio el secreto mientras Carlos
buscaba el modo de hacer entrar en razón a su mujer porque las consecuencias
penales serían devastantes. Ella, extasiada,
protegía excesivamente a su nuevo huésped
del que se desconocía hasta el más mínimo detalle. En las noches, el llanto del bebé, que los
padres inexpertos trataban de calmar, exasperaba a la anciana vecina que tenía
dificultades de salud y de movilidad, pero de oído estaba muy bien.
Inexplicablemente, la
situación extraordinaria despertó la
líbido de Carla. Se sentía tan vulnerable que estaba convencida que las
aventuras entre sábanas con su Carlo le devolvían la energía consumida durante
la jornada. ¡Efectivamente! Hasta el momento la monotonía de la convivencia daba apenas para discretos encuentros íntimos, cuando de
repente una oleada de juventud se coló por
alguna parte y agitó el estado de pasividad de los últimos tiempos. Volvió la música, se desempolvó el caballete,
el lienzo, la guitarra. Parecía que el pequeño hombrecito se había cargado bajo
el brazo la luna que lo iluminó aquella
noche.
Una tarde, con la mirada
clavada en el techo y un libro abierto sobre el pecho, Carla comenzó a percibir una atmósfera especial
en su entorno. Cerró los ojos y se dejó llevar por la magia del momento. El
silencio fue cómplice para sentir perfectamente esa voz interna que le anunció lo
inesperado: La presencia de una nueva vida
dentro de su vientre.
Ella abrió los ojos, se
incorporó lentamente y se dirigió hacia la cuna del bebé. Allì estaba Carlos, con
el llanto escondido entre los dientes: el bebé había dejado de respirar.
Comentarios
Publicar un comentario