¡Ni el coronavirus logró vencerme!.
Fue un miércoles de Marzo. El ángel de la muerte se paseaba sin
pudor y sin piedad por todos los rincones de Italia escondido bajo el manto de
un silencioso verdugo. Ya estaba haciendo estragos en el norte de la península y
se asomó por la casa de Amedeo Pero, un lombardo de 64 años. Para ese miércoles
el invasor ya le había robado el sentido
del gusto, amenazaba a los pulmones con bloquear la entrada de oxígeno, estaba
aumentando la temperatura corporal y lo botó en un estado total de inconsciencia.
El
sonido de las sirenas de ambulancias era contínuo y el número de emergencias colapsaba. Después de mucha
insistencia de su esposa y su médico de cabecera, una ambulancia llegó al domicilio en horas de
la tarde. Comienza el calvario. Urgencias. Test positivo al coronavirus. Nadie
de la familia a su lado. Diagnóstico: Pulmonitis
anómala bilateral. La vida de Amedeo pende de un hilo. Es candidato para la Unidad
de Cuidados Intensivos pero los puestos están ocupados. Prueban con oxígeno al
máximo, antibióticos. La salud de Amedeo
viene ya debilitada por un precedente
infarto al corazón y un intervento urológico. Las esperanzas de supervivencia
son mínimas. Tres días después, tres, despierta de su estado de incosciencia prácticamente enchufado a
monitores y aparatos hospitalarios . No comprende qué pasa ni a dónde se
encuentra. Los médicos le explican la fragilidad de su situación. Mientras tanto
en el resto del país la cantidad de muertes y contagiados aumenta vertiginosamente.
Amedeo deberá soportar el mayor número de horas posible, una especie de
casco que le provee el oxígeno. Es su fuente de vida.
Él busca contacto con el mundo exterior. Por fortuna, una enfermera encuentra dentro
de sus objetos personales el teléfono
celular. Con la cabeza dentro del casco y la visión escasa, algo logra escribir en la pantalla del
teléfono. Un alivio para su esposa y hermanos. Se entera de que su madre está en el
mismo reparto Covid, en similares condiciones.
Se comunican. Se abrazan a través del
teléfono. Pasa el tiempo. Nada de televisión. Nada de nada, sobrevivir es la única
meta. La situación se vuelve tensa. Uno de los pacientes con quien Amedeo comparte
el cuarto del hospital, muere. Al siguiente día, otro. Y así por varios días. ¡Oh Dios! Han pasado dos semanas. Su mamá no responde
al teléfono. ¡Ayer hablamos! Se entera por su esposa que tampoco ella logró sobrevivir al virus malévolo. Amedeo se
siente derrotado sicológicamente. La
compañía y el apoyo del personal médico es indispensable. Se convierten en sus
nuevos amigos, aunque ellos no se puedan descubrir sus rostros. Viven protegidos con hasta cuatro vestidos, guantes, máscaras. Ellos lo animan, lo impulsan
a combatir. Hace calor. Pasa hasta dieciseis horas al día con el casco. Apenas con
un pequeño orificio para introducir el pitillo y tragar pastillas. No puede y
no debe levantarse de la cama. Una noticia buena en medio de todo; oficialmente
se pensiona. Paulatinamente su situación
va mejorando al tiempo que el virus va perdiendo fuerza en todo el país. La
cuenta va al menos en cuarenta días y once
kilos de peso perdidos. Efectúan un test de prueba: Negativo. ¡Finalmente! La
regla dice que se necesita un segundo test para confirmar: Positivo. ¡No! Su deseo de abandonar el hospital en el futuro
inmediato se desvanece aunque su estado
de salud es definitivamente bueno. El
casco hace parte del pasado, ahora respira solo con la cánula nasal. Estamos casi
a mitad de mayo. A este punto ha hecho además
terapia física para recuperar el movimiento de las piernas. 50 días en un lecho
de hospital no es poco. Otras dos pruebas: Negativas ¡Váyase a casa!
En el mes de Junio el
hospital cierra el reparto Covid. Batalla vencida. ¡Hay que celebrar! El cuerpo médico se reune y Amedeo es invitado especial. Por fin se conocen las
caras, literalmente. Reviven los
momentos bellos. Lamentan los lúgubres. Hay
risas, lágrimas, recuerdos. Él es uno de
los pocos pacientes que logró transpasar la frontera entre la muerte y la vida.
El equipo médico decide que Amedeo merece una recompensa, una consideración. Y alguien saca una corona. Y la posa sobre su
cabeza. Ahora es rey, el rey triunfador del difícil combate contra el ángel de la muerte.
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