De las cenizas que dejó Armero




Quièn se iba a imaginar que una cosa así podría sucedernos”, dice Ricardo Tovar con los ojos aguados y la voz entrecortada antes de empezar a contarme la historia de la tragedia que vivió hace 30 años, cuando su natal Armero desapareció del mapa llevándose consigo a sus seres queridos. 
 


Ricardo tenia 17 años y vivía desde hacia tres con su hermano mayor en Ibagué donde también estudiaba, pero ya había tomado la decisión de volver a Armero a terminar el bachillerato. La razón era muy simple. Quería regresar al lado de su mamá que se desempeñaba como maestra de escuela y a quien profesaba un amor infinito. 
 


La tragedia sucedió el miércoles 13 de noviembre de 1985  en horas de la noche, producida por la actividad volcánica del nevado del Ruiz. El lunes anterior, 11 de noviembre, festivo en Colombia, su mamá fue a visitarlo a  Ibagué y aprovechando la comodidad del desplazarse en automóvil se llevó las cosas de Ricardo para ir acomodándolas en la casa de Armero, a la espera de que él presentara su último examen del colegio el viernes 15. 
“El sábado, si Dios quiere, lo espero en la casa”, le dijo la mamá y partió. Esa fue la última vez que la vio, que la escuchó, que pudo darle un beso.


El miércoles en la noche, Ricardo recuerda a Andrés Pastrana en el noticiero TV Hoy, anticipando lo que se estaba viviendo en inmediaciones de Armero. Ricardo llamó insistentemente a su mamà, a su tía, a sus amigos, sin obtener respuesta alguna. Cerca de la media noche él y su hermano, tratando de entretener los pensamientos llenos de angustia, se encaminaron hacia Armero. Tomaron un bus intermunicipal, luego, interrumpidos por bloqueos que derivaban de la avalancha, caminaron un par de horas hasta que lograron llegar a Lérida, la población mas cercana de Armero, buscando alguna noticia. Nadie sabia todavía nada. 
 


El tiempo que restaba de noche fue eterno. Nadie pudo conciliar el sueño esperando los primeros rayos del sol para emprender la búsqueda. El trayecto fue largo y lleno de tropiezos hasta que se encontraron con la horrorosa escena que los hizo entender la magnitud de la tragedia. Armero estaba convertida en un inmenso desierto de fango que amenazaba con devorar lo que se atravesara. Sus miradas llenas de escepticismo se encontraron con escombros de casas y construcciones, residuos de cultivos arrasados,  restos humanos rodando sin dirección alguna y lo que parecía increíble: sobrevivientes clamando ayuda.


 
En otro punto Piedad, la hermana menor de Ricardo estaba viviendo su propia pesadilla. Sus más recientes recuerdos estaban en las manos de su madre que la sacó bruscamente de su cama advirtiéndola de la avalancha que se avecinaba. Ella saltó  de entre las sábanas y su mente se le nubló completamente. No vio mas a su mamá, como tampoco a sus otros hermanos ni a nadie conocido. Cuando volvió en si, estaba con el lodo hasta el cuello, bajo un manto de oscuridad y sin saber si aún nadaba en sus propios sueños. Así permaneció toda la noche. Solo la luz del amanecer la sacó de una especie de catatonia y la obligó a desplazarse en dirección de una colina donde alcanzaba a ver helicópteros que partían y aterrizaban. Dos días estuvo tratando de avanzar entre un fango caliente y profundo del cual se desprendía un espantoso olor a azufre y claramente a su paso encontraba otras gentes en sus mismas condiciones: tratando de ganarle la partida a la muerte.


La noticia de su salvacion llegó a los oídos de Ricardo y sus allegados. La felicidad sin embargo heló los corazones. A ese punto entendieron que la avalancha había entrado también a casa y las esperanzas de volver a ver a alguien más con vida eran mínimas. 
 


Ricardo encontró a su hermana confundida entre cientos de sobrevivientes en una de las bodegas adaptadas por los socorristas. Solo lágrimas acompañaron el encuentro. Un abrazo hubiera sido letal. Ella estaba al borde de la muerte. Su cuerpo presentaba quemaduras casi en su totalidad causadas por la lava volcánica y el tiempo que corría velozmente amenazaba con una fatalidad. Parecía el fin del mundo. No hubo un instante de paz.
 


Los escasos 15 años de Piedad no fueron pocos para la lucha que le esperaba todavía. Ricardo se convirtió en su sombra. Nadie supo como logró colarse en el helicóptero que la transportó a la ciudad de Cali para curarle sus heridas. Pasó noches enteras en los pasillos del hospital viviendo minuto a minuto los pormenores de su recuperación, pero siempre con ojos y oídos atentos ante la esperanza de encontrar a su madre y hermanos entre los sobrevivientes. Alguien le aseguró haber visto a uno de ellos socorriendo a otros heridos en uno de los puntos de rescate. Nunca se supo nada más.
 


Pasaron días y después meses. Piedad logró vencer a la muerte luego de una larga agonía. Se repuso de sus heridas físicas y sicológicas, y su vida continuó normalmente tratando de evitar esos tristes  recuerdos en páginas de olvido.

 
Ricardo sepultó las esperanzas de encontrar a su madre en ese espeso fango que los separó. Las lágrimas fueron inútiles y la espera interminable. Los días con sus noches nunca volvieron a ser iguales. Tal vez por eso un día, el menos pensado, decidió empacar maletas y darle un completo giro a su vida.

 
Ricardo renació hace más de una década en Italia donde hoy en día vive y trabaja, pero no pasa una sola jornada en que su madre no se pase por sus recuerdos, esos de la infancia, de la adolescencia. Esos que se quedaron en la tierra que el mismo Papa Juan Pablo II en su sentida visita en julio de 1986,  declaró un “camposanto”.







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