Un virus llamado libro

En estos días, con tanto tiempo libre, hice un viaje a la infancia y vino a mi mente el origen de mis aventuras literarias. Resulta que en casa, mi mamá tenía acomodados unos libros que solo servían de decoración en el nicho de la sala y cada vez que se hacía limpieza ellos saltaban, se dejaban desempolvar y volvían a su lugar sin decir una palabra. Irónicamente así, sin decir una palabra. Quien sabe cuánto tiempo estuvieron ahí llamándonos. El bicho de la curiosidad picó solo a mí. Me parece que  caí en ese mundo al final de la escuela primaria cuando las fábulas habían ya perdido color.  Algunas de esas páginas justamente mostraban lectores  perdidos entre miles de páginas y páginas en cuartos poco ventilados y polvorientos,  pero llenos de aventuras.  Talvez ese hubiera sido un bello comienzo pero mi casa siempre estuvo limpia hasta de virus literarios.  Solo el periódico dominical era el encuentro sagrado con historias reales e inventadas a las que mi padre me permitía abiertamente el acceso.  
Mi triste mirada hambrienta de cualquier cosa diferente a la cotidianidad  me botó sin piedad entre letras, palabras, puntos, comas, signos y miles de símbolos mágicos. Yo me dejé llevar por esa  corriente hasta que un suceso inesperado me hizo perder el impulso durante un tiempo. Empecé a caminar por terrenos vacíos, sin gracia. El cajón de mi memoria encargado de almacenar fantasías comenzó a oxidarse, se enredó como entre telarañas y moho. Imagino que fue tan evidente que, de la nada, apareció un salvador que me encarriló de nuevo en un tren cargado de cosas extraordinarias. Nuevamente me sumergí en esas tibias aguas. Fue como una primavera, un nuevo inicio. Desperté de una especie de catalepsia y esos hilos que viven en mi cerebro se sacudieron.  Me sacudieron.  Cuánto daría por devolver el tiempo y recuperar cada minuto. Menos mal hay  camino todavía sin ser andado. Me prometí entrar en aguas desconocidas, en esos escritos  con corazas de acero que crucifican a los pobres de intelecto. Es un desafío, puede ser que el peso sea enorme, que las páginas sean laberintos o que descifrar los códigos de ingreso sea una tortura. Pero ya estoy contagiada y la cura no existe. Este virus es el único que debería apoderarse de cada ser pensante. Que la fiebre sirva para atacar la pobreza de inventiva  y los anticuerpos para estimular la fantasía.

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