Visitas inesperadas.

Al inicio de los noventas llegó a casa un visitante. Todos nos preguntábamos quién lo invitó,  de dónde vino. Entró por la puerta grande, eso sí.  Silencioso.  Nadie se dió cuenta de su presencia   hasta que uno de nosotros comenzó a percibir que algo no andaba bien en su cuerpo. La temperatura le aumentaba con los días. Dolores musculares. Unas fastidiosas vejigas comenzaron a instalarse por toda la superficie epidérmica.  La varicela se anunció.  Comenzamos por lavar y lavar. Desinfectar. Volver a lavar. El primero se curó pero inmediatamente después cayó otro.  Tratábamos de sobrellevar la situación de la mejor manera hasta que alguien lanzó una alarma. Yo estaba embarazada y por mi propio bien debería abandonar la casa. No acepté. Impuse mis reglas.  El invasor silencioso tal vez escuchaba desde su poderosa invisibilidad. Entonces acordamos que yo usaría espacios distintos,  momentos distintos dentro de la misma casa. La epidemia continuaba.  Uno se curaba y  otro caía. Nunca dos simultáneamente. No hicimos cuarentena, nadie lo pensó. Así que el tráfico normal de parientes y amigos continuaba. Cada uno se llevaba el recuerdo literalmente tatuado en la piel.   Los niños esperaban su turno para saltar la escuela. Me llegó el día del parto. Una vejiga  asomaba en mi piel. Yo muda. Parí. El médico de turno del hospital, aterrado,  descubrió mi secreto . Me mandó fuera del hospital con mi retoño.  Recomendó tratamiento especial para él por su condición de neonato. Superamos esta. Con dificultad.  Pasaron semanas, algunos meses. La fuerza del virus comenzó a agotarse, hasta que desapareció. Cuando ya ninguno le tenía miedo. Seguramente alguno de nosotros lo despidió, como hay que hacer con los huéspedes insoportables. Como tenemos que hacer justo ahora. Despidamos el coronavirus todos juntos.

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