Una maestra en cuarentena

Ella es... bueno, su nombre no importa, pero la vamos a llamar Esther. Me pide reserva.   Le tomo tímidamente una foto.  No ama las redes sociales y su vida privada vive en una cápsula a la que pocos pueden acceder. Sin embargo el ordenador es su gran aliado. Esther  es maestra de escuela. El virus le cambió el salón de clases por una habitación de casa.  Todos los días a las ocho de la mañana se conecta  y de inmediato comienzan a saltar letras con voces en la pantalla. O rostros juveniles. Esther se mueve  entre matemáticas y ciencias naturales. Entre ecuaciones y experimentos.  En total son 70 alumnos de tres  cursos distintos.  Dedica gran parte del día a enseñar, evaluar y corregir. Su madre, una anciana casi centenaria, ronda por la casa. No logra entender  el mundo virtual. Son las nueve y treinta. La anciana entra intempestivamente en la habitación -Ya lleva mucho tiempo ahí pegada, le preparé un café-. Esther se excusa con los chicos.  Sabe que rechazar el café le costaría un mar de explicaciones inútiles.  Lo bebe y continúa. Sus alumnos tienen entre diez  y trece años. Esther los protege como una madre, como la madre que fue antes de que la vida le arrebatara con violencia a su hijo hace poco más de un año. Enseñar es su anestesia para no pensar en la pérdida, en el vacío. Los chicos responden en buen modo. Ellos se funden en uno solo y traen de vuelta la adolescencia eterna en la que vivirá  Andrés. Es casi medio día. Intercambian saludos. Cada uno vuelve a la vida detrás de la pantalla. A la normalidad temporal.  Esther recoge sus libros, cierra el ordenador.  Hay aroma de almuerzo. Madre e hija se sientan a la mesa juntas. Nadie más. Por ahora. Hasta que el intruso furioso pierda su fuerza. Hasta que el alba del nuevo comienzo vuelva a tomar forma.

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